Ella era nieve.

Ella era nieve en las montañas más altas.
Su blancura era como el sol, deslumbraba. Pero era inevitable querer mirarla porque una vez la intuías con el rabillo del ojo te hipnotizaba.
Brillaba como el azúcar. Se antojaba suave y perfecta, con curvas delicadas y decorada con adornos, como abetos cubiertos de blanco y rocas poderosas.

Era magnética: nadie se conformaba con mirarla. Querían recorrerla y descubrir todos sus rincones y sus preciosas vistas. Arriesgarse, volar sintiendo la adrenalina propia de la combinación perfecta: oxígeno, velocidad y control. Y ella satisfacía a todos, a los más valientes y a los que se conformaban con sentir el placer que daba pasear tranquilamente a su lado o sobre ella, con la música que nace del silencio y el crujido suave y delicado de su susurro.

Pero no era todo como parecía.

Cuando ella enfurecía, sus encantos se convertían en amenaza y riesgo extremo.
Como también había embrujado al cielo y éste sólo quería complacerla, cuando la comisura de su sonrisa desaparecía él se cubría de nubes grises que dificultaban la percepción de sus trampas.
Si te acercabas demasiado, si empujado por el deseo la tocabas, sentías mil diminutas cuchillas arañando la piel que dibujaban insoportables marcas rojas. El frío que al instante traspasaba los huesos dolía como un golpe seco que paralizaba la sangre.
Podía cubrirse de una dura capa de hielo peligrosa y resbaladiza que hacía tensar todos los músculos del cuerpo hasta que conseguía debilitar la mente agotada de estar en guardia. 
Podía ablandarse, aguarse o derretirse para hacer creer que era fácil y débil, pero sin embargo absorbía como una ventosa entorpeciendo reflejos y movimientos que podían provocar fallos irreversibles.
Podía sentirse tan molesta si alguien transgredía el umbral de su intimidad que emitía un grito silencioso acompañado de tal magnitud de nieve que cubría en pocos segundos a todo lo que se hubiera interpuesto en su caprichoso camino.
Todos estos infortunios no eran con maldad, sólo quería evidenciar su don inhumano y su poder inalcanzable. Asegurarse de que ella seguía siendo superior. Indomable.

Y así fue, la adoraban en la misma medida que la respetaban y temían, era la piedra en el camino en la que a nadie le importaba tropezar una y otra vez, con magulladuras, estigmas y cicatrices, pero la indescriptible embriaguez del amor verdadero que no se olvida. Todos los que la habían probado, tanto con finales felices como desafortunados, contaban los días que faltaban para volver a sentirla. Era ella "como una herida en el corazón que no me duele".








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